sábado, 5 de marzo de 2011

Un sencillo ejercicio

Os propongo algo.

Abrid vuestro reproductor de música, o el programa que utilicéis para escucharla, descargarla o visualizarla. Elegid vuestra canción favorita; no la más actual, sino la que realmente os da a la vez calma y ganas de hacer algo grande.
Yo podría elegir muchas, pero para esta ocasión, me voy a quedar, y os invito a que hagáis lo mismo, con "Freebird" de Lynyrd Skynyrd.
¿Ya?
Ahora voy a daros una lista de cosas que no merecen la pena en esta vida. Cuando estéis listos para leerla, algo que debéis hacer lentamente, saboreando cada palabra, dadle al botón de reproducir la canción.

Allá va:
- Enfadarse con las personas a las que quieres por razones estúpidas o de las que luego ni te acuerdas.
- Gritar a estas personas.
- Amargarse por el trabajo, el dinero, los horarios, las multitudes, la comida que se te quema, el inepto de tu jefe o jefa.
- Agobiarse porque cumples años.
- Ponerse echo una furia con tal o cual político, programa de televisión, partido de fútbol o tertulia polémica.

Porque esas cosas pasan, y a menudo. Son humanas. Pero no merecen más atención ni importancia que la del momento. No pueden ni deben ocuparnos ni un segundo más de nuestra mente.

Y ahora, cambiemos el discurso. La canción rompe y así lo demanda. Ahí va una lista de cosas buenas:

- Sentarse en un banco del parque, o en la playa, o en una silla en tu balcón, o a una mesa de un bar al aire libre, con los rayos de sol dándote en la cara, y desconectar de todo.
- No evitar soltar una sonrisa en ese momento.
- Ponerte a bailar con la canción más hortera mientras estás limpiando tu casa.
- Quedar con los amigos, con tu pareja, o con la familia, y no hacer nada en particular, simplemente compartiendo un poco de tu tiempo.
- Enseñarle algo a alguien, y aprender a tu vez algo de ese alguien. Y que luego tanto a él como a ti os sirva esa enseñanza en un futuro inmediato, o más lejano.
- Una mirada de complicidad.
- Salir de viaje y que nunca olvides un sitio, una cara, un sabor o un momento del mismo.
- Comprobar que la comida que has preparado, a pesar del estropicio que espera luego en la cocina, es la mejor que hayas probado antes. O se acerca.
- Soñar por las noches, y levantarte con una sonrisa por ello, que eres lo que un día soñaste: arqueólogo, astronauta, probador de chocolates, inventor, deportista, un pájaro, un avión o superman.

Y otras muchas pequeñas cosas que ahora, que la canción termina, os vienen a la mente.

El ejercicio termina así. Pensad en alguien: una madre o un padre, un hermano o hermana, un amigo o amiga, vuestras parejas, alguien anónimo o tú mismo. Tened un detalle con esa persona, del tipo que sea, lo que se os ocurra. Dadle un apretón de manos, un beso, una palmadita en la espalda, una mirada o una historia. O descolgad el teléfono y contadle entre risas que el bizcocho que estabas preparando se te ha salido del molde, o se te ha caído, o se te ha quemado. O cualquier cosa que se te ocurra.

O abre una ventana, asómate y busca cualquier detalle que añadir a la lista de cosas que importan.

jueves, 24 de febrero de 2011

En la feria (II)

La feria me estaba ofreciendo experiencias nuevas, situaciones curiosas, anécdotas que (tratar de) recordar.

Toda una pléyade de ilustres personajes de las letras tenían su sitio bajo aquellos tenderetes, ajenos a su condición de maestros.

Sin ir más lejos, en la primera de las casetillas del lado sur, un astuto comerciante trataba de dar salida a unos frutos secos quizás demasiado secos, de la marca "La copla", apelando a la curiosidad de quien se interesaba por ellos:


Andas pensando que quieres
almendras, pistachos, pipas
maíz tostado, anacardos
saladitos y unas rimas.

Por desgracia para él, el producto patrio por excelencia ocupaba todo un módulo justo al lado, anunciando serranos sabores bajo el nombre de "Ibéricos Seguidilla", a lo que había que sumar, de regalo, un bordón:

 
Mire este tocino que
es de jamón,
ibérico y bellota,
¡ay qué primor!

Que quien lo prueba,
y le juro, no miento,
bien harto queda.

Tras haber caído en las redes de aquel negocio (hubiese sido un error negarse a probar tal manjar), reparé en una carpa repleta de niños pequeños, dejados allí con alivio por sus padres, mientras éstos disfrutaban de la feria. Haciendo las veces de guardería, la librería "Cuaderna vía" embobaba a los chiquillos con una historia bien conocida:

En Hamelin un problema de ratas tenían,
y una pronta solución los villanos pedían.
El flautista y sus tonadas lo conseguirían,
mas por su codicia, a sus hijos perderían.

Para aquellos algo más creciditos, la diversión estaba en una escuela de karate ambulante, donde un maestro de rostro sereno, como el de aquél que conoce un secreto que el resto de mortales no, reclutaba para su academia "Quinteto Karate" nuevos aprendices:
Lo que yo enseño es un saber de oriente,
que de padres a hijos se traspasa,
que requiere conjugar cuerpo y mente.
Está indicado para cualquier gente,
y puede practicarse incluso en casa.

Estaba disfrutando del ambiente, de los colores de las barracas y de la inspiración de sus vendedores, pero se me hacía tarde y me arriesgaba a quedarme sin cena - así se las gastaban en casa-. Buscando mi postre, me detuve ante la última caseta: "Viajes el soneto", solo para soñar con visitar otras ferias a lo largo de un mundo que se abría ante mis ojos:

¡Acérquense, señores y señoras!
y disfruten hoy de este gran viaje,
cojan un folleto, pidan pasaje,
recorriendo el mundo pasarán horas.

Préstense a embarcar pronto sin demoras,
olvídense de cualquier equipaje
para esta fiesta no precisan traje.
¡Son experiencias enriquecedoras!

Desierto de Thar, la nieve de Islandia,
un viaje en globo por el Indostán,
del fuego en el Etna al hielo en Finlandia.

Desde Sri Lanka hasta Pakistán,
Del alto Egipto a la gran Groenlandia,
hoy al alcance de su mano están.


 
 

jueves, 17 de febrero de 2011

En la feria (I)

El otro día, durante mi paseo vespertino, me encontré de repente con una feria. No sabía que estaba allí ni por supuesto desde cuándo lo estaba. Pero son sitios coloridos, y sus razones son lo de menos. En cualquier caso, os diré que se trataba de una feria de poemas.

Decidido a cotillear un poco, me fui acercando a las diferentes casetas que la poblaban. En la primera, muy pequeña, casi únicamente un mostrador bajo una carpa, llamada "La casa del pareado", encontré charlando a un molinero y a su hambriento aprendiz. El dueño preguntaba a su pupilo por qué no trabajaba con más brío. El otro, con ganas de cuestionarle su generosidad con la comida, le soltó:

Cazo y cacillo, olla y cazuela,
calman el alma, mueven la muela.

Al lado de éstos, se abría una casetilla algo más grande "Tercetos" se leía en un cartel. Tenía un par de mesas con sillas, a modo de merendero. Sentados en torno a una de ellas, un novio despechado, y de verso forzado, reprochaba a quien no sería más su amada:

Te puedo jurar, y lo he comprobado,
que escondes los ojos cuando pregunto
si tú de mis besos ya te has cansado.

No es baladí a mi juicio ese asunto,
cansa mi día y quiebra mi sueño,
tensa mis nervios llegados al punto.

Pues la razón que motiva mi empeño
surge de tantos silencios punzantes,
tus labios confiesan: hay otro dueño.

Digno decido “seré como antes”
cuando mi tango ladino y porteño
cazaba mil y una damas errantes.

Como no soy de meterme en disputas de parejas, dejé aquel lugar y me encaminé a saciar mi sed en una tasquilla ambulante, en la que dos gitanos, sempiternos clientes del bar "La tercetilla", agitaban sus vasos y llamaban al camarero con una soleá:

Por una cerveza mato.
¡Acércame el abridor!
Me la beberé de un trago.

Aquello me produjo una carcajada sonora. Animados por mi explosión, los de la barraca de enfrente, que tomaban el sol a través de las rendijas del rótulo que anunciaba su tenderete "Cuarteto", se miraron durante unos segundos, hasta que el más rápido de ellos improvisó:

Para combatir el sufrido tedio
un chiste muy malo te contaré
(y  risa floja te despertaré)
esto van dos y se cayó el de en medio.

La cerveza y la caminata, mi apetito despertaron. Buscando unas monedas en mi bolsillo, me acerqué al carrito de comida más cercano. Un melenudo simpático, con una argolla atravesándole una de sus orejas, era el orgulloso propietario de "La redondilla", cuyo nombre estaba impreso con los colores de la bandera mexicana. A mi lado, me susurró un cliente, seguro de su juicio:

A juzgar por sus patillas
y su chaqueta de cuero
el que prepara tortillas
tiene alma de roquero.

Por no comer de pie, y no mancharme mi chaqueta nueva, me senté en un taburete de los que descansaban frente a un escenario con una pantalla de muy buen tamaño. En ella, se proyectaban las noticias del día, y un político, acorralado por su pasado de corrupción, ofrecía a los oyentes de aquel foro - el "Serventesio" era su nombre- su alegato final ante el jurado:
Siguiendo los designios del letrado
entiendo que no me quieran juzgar
será que soy el que más ha pagado
para poder a los jueces tentar.

Como quiera que había terminado de conocer las casetas de la parte norte de la feria, decidí continuar mi periplo y me encaminé hacia el oeste; tanto me estaba divirtiendo aquella tarde. Por el camino, pensaba en la tranquilidad de no estar atado a ninguno de aquellos negocios, y de poder pasear con total libertad y licencia, por muy cobarde que me pareciera aquel pensamiento, por ser como:

Navío con velamen sin viento que lo obligue, que a remolino traicionero sin lucharlo se 
abocase. Fruto único de árbol joven deseado, que en las manos invisibles de  la tierra se
entregara. Mirada de enamorado que en la igual de su amada, ni reflejo ni reposo ni luz
encontrase. Caballero Don Quijote que a caballo ante gigantes, metida lanza en ristre no
bregara.

Avistando mi próxima parada, me concedí unos minutos de descanso.


 
 

martes, 18 de enero de 2011

Es lo que hay


Teseo alcanzó la cueva que servía de entrada al laberinto. Desde lo alto de la montaña, podía adivinar las formas del Palacio de Minos. Apretando el puño y dirigiéndolo amenzante contra aquella silueta, juró que volvería a Cnossos con la cabeza del Minotauro, se la pondría de sombrero al rey, y se marcharía de aquella maldita isla con Ariadna.

La gruta parecía ser la fuente de toda la oscuridad del mundo. La antorcha que llevaba no alcanzaba sino a iluminar un par de metros de pared, suelo y techo alrededor del héroe. Cada vez que giraba en alguna esquina, una hedionda ráfaga de aire pesado, con un desagradable olor a podredumbre, le indicaba que el final del camino estaba cerca. Los huesos de los desdichados arrojados al laberinto se apilaban en montones cruelmente dispuestos, sobre los cuales, y a lo largo del muro, pendían sangrientos vestigios de los macabros festines que la bestia se había dado en todos aquellos años de terror y llanto. La muerte reinaba aún en aquel lugar, a pesar de que su mensajero no había aparecido por la isla desde hacía varios meses.

El joven se detuvo. Un resplandor anaranjado se reflejaba en la pared de enfrente. Un leve humo azulado, y el crepitar continuo que lo acompañaba, terminaron de convencerle de la existencia de un fuego vivo más allá de la siguiente esquina. El miedo ancló sus pies al suelo. Un sudor frío regaba su cuerpo al ritmo desenfrenado de los latidos de su corazón, que más que impulsar, achicaba la sangre que se concentraba en sus ojos, sus oídos, y en los dedos de sus manos. Entonces, y solo entonces, fue consciente de sus limitaciones, y maldijo su condición humana y la de sus padres. Cambiaría todas sus riquezas por ser un día, o mejor, ese mismo día, ese mismo instante, una copia - aceptable - del gran Hércules. Pero aquella era su historia, su decisión y su heroicidad. Y debía afrontarla con la mayor dignidad posible. Se lo había prometido a su padre, Egeo. Y a Ariadna, cuyo hilo flotaba con un débil pero seguro resplandor, desde su cintura hasta la entrada del laberinto, a través de la oscuridad que su valentía ya había dejado atrás.

Resuelto a merecer un lugar en la historia de Atenas, Teseo desenvainó su espada y dio un salto hacia la luz.

Ni las historias más terribles que las abuelas contaban a sus hijos en la isla de Creta, ni aquellas sobre sangre, muerte y canibalismo que traspasaban sus fronteras, hubieran hecho justicia a aquella realidad. El joven supo que nada de lo que hubiese hecho en su vida le habría preparado para aquella visión. La náusea se abrió paso entre todas las demás sensaciones que sus ojos le transmitían. Aquello era repulsivo, y sin embargo...

En un sofa de un inconfundible color vómito, yacía, o más bien se extendía, una masa fofa e informe de carne, mal cubierta por una túnica manchada de salsa barbacoa, polvos naranjas de patatas fritas con demasiado colorante, y otros restos de comida de las que el Ministerio de Sanidad de Creta había declarado como prohibida en los comedores escolares de la isla. Una mano grasienta, de uñas negras y mordidas, rascaba la zona que en su día albergó un ombligo, perdido ahora entre tantos pliegues de piel y relleno. Al final de este dantesco espectáculo, un morro prominente, babeante; unas orejas peludas y de colores más insanos conforme se cerraban hacia el oído; unos cuernos romos y manchados de una sustancia que merecía un sitio propio en la tabla periódica, y unos ojillos pequeños que reflejaban la luz de lo que Teseo pensaba era un fuego, y que al momento se reveló como algún tipo de caja de Pandora infernal, que proyectaba imágenes de unos seres grotescos y rudos, vestidos ridículamente y emitiendo sonidos que parecían proceder directamente de lo más profundo del Hades.

"¡Voy a matart....!" - comenzó a anunciar Teseo.

"¡Chissst! ¡Calla!, están a punto de empezar las nominaciones. ¡Mercedes ya ha conectado con la casa!. Ten, y no me molestes" bramó el Minotauro, interrumpiendo al joven, y lanzándole a los pies una caja de cartón con los restos de un pan triangular mezclado con una salsa roja, queso y aceitunas negras como las  que cultivan en la isla de Pharos, pero de aspecto menos saludable.

Teseo volvió a envainar su espada.

No podía matar a quien, a juzgar por su aspecto y sus palabras, ya agonizaba.

Envolviéndose en su capa, se giró sobre sus pasos recogiendo el hilo que lo llevaría al exterior. Si Minos quería pruebas, podía comprar una cabeza de toro, con su leyenda en cobre dorado, en la tienda de regalos de la Plaza de la Maestrikàpolos.


jueves, 13 de enero de 2011

Reflexionemos





El Sr. Soñador decidió que esa mañana iba a quedarse un poco más de tiempo en la cama. Podía permitírselo porque no tenía trabajo. Podía hacerlo sin remordimientos, porque después de muchos días levantándose temprano con ilusión, hoy había amanecido ajeno a las razones que le hacen  a uno sonreir. Así pues, el Sr. Desilusionado remoloneó un poco bajo las sábanas, hasta que entendió que, si no quería caer en las redes de la pereza y de la apatía, tenía que incorporarse y ocupar su mente en algo. Dicho y hecho, el Sr. Fuerzas Renovadas se sirvió el mismo desayuno de siempre, consultó las mismas fuentes de búsqueda de trabajo de siempre, y comprobó los míseros sueldos y vergonzosas condiciones que las empresas de siempre ofrecían a los incautos - de siempre -. Mientras trataba de decidir cuál de las opciones le humillaba menos, el Sr. Resignación puso un poco de orden en su casa, limpió el polvo de las estanterías de su cabeza, lavó sus recuerdos de decepción y programó dos o tres sesiones de lavadora. Le vino a la mente una viñeta de un cómic de Mafalda, en  la que Felipe, armado de pistolas de juguete, antifaz y un delantal, lavaba los platos en su casa mientras se decía que el Llanero Solitario merecía una aventura de mayor calado que la de ayudar a su mamá en la cocina. Tras creer que subiendo y bajando escaleras hasta la azotea, ya cumplía con su sesión diaria de ejercicio, el Sr. Sarcasmo se entregó a leer un poco. Se había comprado un libro para celebrar que, después de cinco años trabajando y pagando impuestos, no tenía derecho a recibir una ayuda del estado al que había contribuido, y se dio cuenta de que ser honrado tiene premio, aunque el premio no te da de comer, ni te paga el alquiler, ni nada por el estilo. Sólo (momento rebeldía, con acento) te convierte en mejor persona. Pensando en esto, el Sr. Risafloja cayó en la cuenta de que lo importante es tener una buena idea, y luego llevarla a cabo. Eso, y que te toque la lotería (y en ese concepto se incluye que seas el hijo adoptivo de Bill Gates o la rubia platino de Hugh Hefner, dueño de Playboy), son los elementos que distinguen a los triunfadores del resto de mortales. Porque, como bien señalaron Mortadelo y Filemón, nadie se ha hecho rico trabajando.  Y el que afirme lo contrario, es un ser peligroso. El Sr. Inspirado se sentó a reflexionar y se dijo: ¿qué sé hacer mejor que nadie?. Creía saber la respuesta: escribir, organizar viajes, inventar historias y juegos, animar a la gente, liderar proyectos...es decir, valores que las empresas - de siempre - dicen apreciar, para luego quitarse la máscara y fingir que lo que cuenta el candidato no son más que cantos de sirena, y que no están para estrellar sus barcos tan alegremente. La solución, pensó el Sr. Iluso, estaba en la autonomía, en la independencia. Luego recordó que ser autónomo se reduce a mirar una calavera polvorienta y gastada después de tantas representaciones, y preguntarle: "¿ser, o no ser?". Y que te responda: "no tienes derecho a paro, así que , en tu caso, no ser ". Porque para ser, según pudo comprobar en los periódicos del día, hay que sacars el carnet de mentiroso, da igual de la facción que sea, y cobrar 80 mil euros anuales como pensión, sin incluir, por supuesto, el trabajo que tan duramente te has ganado en una empresa de energía o de gas. "Aunque no sé de qué me quejo, igual su trabajo en esas compañías es el de revisar los contadores casa por casa" - Se dijo el Sr. Hayquejoderse -.