martes, 18 de enero de 2011

Es lo que hay


Teseo alcanzó la cueva que servía de entrada al laberinto. Desde lo alto de la montaña, podía adivinar las formas del Palacio de Minos. Apretando el puño y dirigiéndolo amenzante contra aquella silueta, juró que volvería a Cnossos con la cabeza del Minotauro, se la pondría de sombrero al rey, y se marcharía de aquella maldita isla con Ariadna.

La gruta parecía ser la fuente de toda la oscuridad del mundo. La antorcha que llevaba no alcanzaba sino a iluminar un par de metros de pared, suelo y techo alrededor del héroe. Cada vez que giraba en alguna esquina, una hedionda ráfaga de aire pesado, con un desagradable olor a podredumbre, le indicaba que el final del camino estaba cerca. Los huesos de los desdichados arrojados al laberinto se apilaban en montones cruelmente dispuestos, sobre los cuales, y a lo largo del muro, pendían sangrientos vestigios de los macabros festines que la bestia se había dado en todos aquellos años de terror y llanto. La muerte reinaba aún en aquel lugar, a pesar de que su mensajero no había aparecido por la isla desde hacía varios meses.

El joven se detuvo. Un resplandor anaranjado se reflejaba en la pared de enfrente. Un leve humo azulado, y el crepitar continuo que lo acompañaba, terminaron de convencerle de la existencia de un fuego vivo más allá de la siguiente esquina. El miedo ancló sus pies al suelo. Un sudor frío regaba su cuerpo al ritmo desenfrenado de los latidos de su corazón, que más que impulsar, achicaba la sangre que se concentraba en sus ojos, sus oídos, y en los dedos de sus manos. Entonces, y solo entonces, fue consciente de sus limitaciones, y maldijo su condición humana y la de sus padres. Cambiaría todas sus riquezas por ser un día, o mejor, ese mismo día, ese mismo instante, una copia - aceptable - del gran Hércules. Pero aquella era su historia, su decisión y su heroicidad. Y debía afrontarla con la mayor dignidad posible. Se lo había prometido a su padre, Egeo. Y a Ariadna, cuyo hilo flotaba con un débil pero seguro resplandor, desde su cintura hasta la entrada del laberinto, a través de la oscuridad que su valentía ya había dejado atrás.

Resuelto a merecer un lugar en la historia de Atenas, Teseo desenvainó su espada y dio un salto hacia la luz.

Ni las historias más terribles que las abuelas contaban a sus hijos en la isla de Creta, ni aquellas sobre sangre, muerte y canibalismo que traspasaban sus fronteras, hubieran hecho justicia a aquella realidad. El joven supo que nada de lo que hubiese hecho en su vida le habría preparado para aquella visión. La náusea se abrió paso entre todas las demás sensaciones que sus ojos le transmitían. Aquello era repulsivo, y sin embargo...

En un sofa de un inconfundible color vómito, yacía, o más bien se extendía, una masa fofa e informe de carne, mal cubierta por una túnica manchada de salsa barbacoa, polvos naranjas de patatas fritas con demasiado colorante, y otros restos de comida de las que el Ministerio de Sanidad de Creta había declarado como prohibida en los comedores escolares de la isla. Una mano grasienta, de uñas negras y mordidas, rascaba la zona que en su día albergó un ombligo, perdido ahora entre tantos pliegues de piel y relleno. Al final de este dantesco espectáculo, un morro prominente, babeante; unas orejas peludas y de colores más insanos conforme se cerraban hacia el oído; unos cuernos romos y manchados de una sustancia que merecía un sitio propio en la tabla periódica, y unos ojillos pequeños que reflejaban la luz de lo que Teseo pensaba era un fuego, y que al momento se reveló como algún tipo de caja de Pandora infernal, que proyectaba imágenes de unos seres grotescos y rudos, vestidos ridículamente y emitiendo sonidos que parecían proceder directamente de lo más profundo del Hades.

"¡Voy a matart....!" - comenzó a anunciar Teseo.

"¡Chissst! ¡Calla!, están a punto de empezar las nominaciones. ¡Mercedes ya ha conectado con la casa!. Ten, y no me molestes" bramó el Minotauro, interrumpiendo al joven, y lanzándole a los pies una caja de cartón con los restos de un pan triangular mezclado con una salsa roja, queso y aceitunas negras como las  que cultivan en la isla de Pharos, pero de aspecto menos saludable.

Teseo volvió a envainar su espada.

No podía matar a quien, a juzgar por su aspecto y sus palabras, ya agonizaba.

Envolviéndose en su capa, se giró sobre sus pasos recogiendo el hilo que lo llevaría al exterior. Si Minos quería pruebas, podía comprar una cabeza de toro, con su leyenda en cobre dorado, en la tienda de regalos de la Plaza de la Maestrikàpolos.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Me dejas sin palabras...
¿A qué esperas para mandarlo a algún concurso de relato corto?
Guauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.
Hazme caso,por fa
¡Enhorabuena!
Una cosita:hay una redundancia,Perdón,ja ja ja
Besos